Acompañar en el florecer de niñas y niños
Uno de mis más gratas memorias de niño es el experimento del frijol. ¿Lo recuerdas? Aquel en el que te pedían un frasco de vidrio, un algodón y un frijol, para comprender los factores necesarios para hacerlo germinar. Me pareció un ejercicio maravilloso en el que concebí la vida y me sorprendí del florecer del frijolito. Después de que germinaba en ese frasco, me preocupaba yo por mantenerlo con vida, y no entendía por qué no lo lograba, a pesar de mis esfuerzos de variar la luz solar, el agua, el aire; incluso hablarle bonito y echarle porras para que creciera... pero nunca cambié el algodón o el frasco. No se me ocurrió. Y no hubo alguien ahí que le prestara la atención y guía necesaria a esa curiosidad infantil que tenía (y aún conservo).
Hablar de la promoción de la resiliencia en niñas y niños invariablemente, me recuerda ese experimento. Me ha quedado claro que no es suficiente con decirle “¡Crece, frijol, crece! ¡Échale ganas!”. Que la motivación no es suficiente para detonar el florecer. Ni del frijol, ni de las personas. Lo que sí es útil y necesario, es generar un ambiente nutricio. Una tierra fértil y suelo firme en los cuales las raíces puedan crecer, afianzarse con seguridad, y tomar los elementos necesarios para el desarrollo cuando los vaya necesitando (no sólo del algodón inicial). Incluso, sobre todo al inicio, es necesario un tutor (ese palito que se clava a un lado) al cual se amarre para guiar su crecimiento y, después, hacerlo a un lado, ya que está lo suficientemente fortalecido para sostenerse por sí mismo. Igual ocurre con la resiliencia primaria en la crianza de niñas, niños y adolescentes.
Desde el enfoque PERMA de bienestar, para que las distintas formas de familia puedan cumplir eficazmente con su rol, se requiere una base material mínima y saludable sobre la cual pueda desarrollarse el cerebro y el sistema nervioso central de niñas y niños, madurando las redes neuronales que darán paso a la constitución paulatina de habilidades socioemocionales y cognitivas para su autonomía, plenitud y felicidad. Es decir, mamás, papás y cuidadores en general gestan ese ambiente nutricio para el florecer, desarrollando y poniendo en práctica competencias parentales para los buenos tratos, sosteniéndose en 4 pilares:
1. El afecto: desde la ternura, paciencia, compasión, cariño y la disponibilidad múltiple, sin malos tratos, y con contacto físico positivo y contenedor para acompañar en el camino y sus vicisitudes.
2. La comunicación empática: sintonizando con el mundo interno de sus hijos, reconociendo sus manifestaciones emocionales y gestuales que muestran estados de ánimo y necesidades específicas a satisfacer. Y satisfacerlas consistentemente.
3. El apoyo incondicional en los procesos de desarrollo y madurez: comprendiendo, reconociendo y gratificando desde el respeto los logros de las niñas y los niños en su tránsito por las distintas etapas de maduración, estableciendo límites con amorosa firmeza y guía cercana.
4. El control o modulación de las emociones: siendo un ejemplo, guía y acompañamiento cálido para que niñas y niños aprendan, paulatinamente, a auto-modular sus emociones desde la compasión y ternura o, en otras palabras, a desarrollar su propia inteligencia emocional.
¿Pero qué pasa cuando, por distintas circunstancias, ya sean sociales, psicológicas, culturales o económicas las familias no pueden cumplir con sus funciones y dejan endeble algún área del desarrollo de la niñez? Es cuando cobra vital importancia para la resiliencia secundaria el apoyo social que brindamos desde la comunidad, desde la ComúnUnidad, pues, como dice el famoso Proverbio Africano:
“Hace falta de toda una aldea para criar a un niño”
Para que el día del niño y la niña verdaderamente sea feliz, ¿qué te parece si todas y todos sumamos nuestras habilidades de cuidado cotidianamente para edificar esa Aldea de los Buenos Tratos, garante de sus derechos?