Momentos que duran toda una vida
Me puse a pensar en la felicidad, en lo imperativo que resulta buscarla, donde sea que ésta se encuentre, y en lo complicado que podría ser distinguirla por ejemplo de la alegría o el éxito, en cualquiera de sus acepciones, la satisfacción, el placer e incluso el amor, porque no necesariamente son lo mismo.
La alegría es un estado de ánimo; el éxito es un logro en un plano determinado; la satisfacción es la atención de una necesidad; el placer es sólo gozo y el amor es un sentimiento que puede o no acercarnos a la felicidad.
De pronto parecería que estamos obligados a ser felices, que la felicidad es un estado absoluto de bienestar, como si en realidad se pudiera ser feliz para siempre, como dicen en los cuentos; y esta imposición literaria, social, mediática, personal, a menudo inconsciente, nos lleva exactamente en la dirección contraria.
Tal vez la plenitud es sólo una cuestión de mercadotecnia, algo que se inventó para vender más productos.
Habría que entender que la felicidad no es un destino o un plano absoluto ni mucho menos eterno, que no hay que buscarla y que tampoco hay que estirarse para alcanzarla.
Me gusta pensar que la felicidad es un momento en la línea temporal donde se conjugan dos o tres ingredientes especiales; como cuando te dijo te quiero al oído; como el día de tu graduación; como la primera vez que sostuviste a tu hijo; como cuando encestaste el tiro ganador en el último segundo del último cuarto; como la última vez que toda tu familia estuvo reunida; momentos que nos invaden de emoción todo el cuerpo; momentos de éxito y alegría; momentos de amor y satisfacción, que valen la pena; momentos que duran toda una vida.