Sobre el arte de curar…
“Hay grandes hombres que hacen a todos los demás sentirse pequeños. Pero la verdadera grandeza consiste en hacer que todos se sientan grandes.”
Charles Dickens
Cada vez es más frecuente escuchar que después de realizar estudios médicos profundos y costosos la conclusión es que no hay evidencia de un padecimiento y escuchamos al médico decir: “usted no tiene nada”. Esto lejos de dar tranquilidad al paciente, en la mayoría de los casos genera aún más inquietud, pues la razón inicial de acudir a una valoración médica es la de experimentar un sufrimiento y al no encuadrar en una patología, o al no ser demostrable en base al conocimiento médico acumulado hasta ese momento histórico, no representa un problema para nosotros los médicos si no hay evidencias que lo demuestren. En otras palabras, lo que no conocemos y es evidenciable para los médicos tendría que ser ignorado por no existir, o en el mejor de los casos turnado a un psicólogo, psiquiatra, guía espiritual, etc. La sentencia parece ser clara: “no hay nada más allá de la ciencia”.
El presente texto no tiene la más mínima intención de descalificar el ejercicio médico actual ni a la Alopatía como terapéutica, pues es una herramienta maravillosa utilizada adecuadamente y sin duda ha mejorado en mucho la calidad de vida de muchas personas y es parte fundamental de la evolución que como especie hemos logrado, el único fin es lograr una reflexión sobre la forma en que los médicos la utilizamos; es decir, sólo se trata de señalar cómo podríamos estar participando inconscientemente en ideas que limitan el único y máximo fin del médico que es el curar.
Los médicos somos fieles seguidores del método científico. Esto, según nuestra formación nos condiciona a apreciar como ciencia lo que es repetible, cuantificable, demostrable, controlable, etc. De ahí deriva la necesidad de practicar una medicina basada en evidencias, que nos brinda el respaldo del conocimiento adquirido y demostrado, pero deja fuera de la línea de trabajo y de posible solución todo aquello “no demostrable”, entre lo que inevitablemente quedan excluidos todo lo que los pensamientos, sentimientos y las emociones generan en el ser humano. Pareciera que los mismos, si son diferentes a lo “normal o sano” tuvieran que ser manejados por alguien especializado en la “psique” (que en griego significa alma), y por supuesto que estaríamos pensando en un psicólogo o psiquiatra y muy pocas veces percibiendo la palabra alma en el aspecto espiritual. La Organización Mundial de la Salud define la salud como el “completo bienestar biológico, psicológico y social”.
En el contexto descrito resulta difícil para el médico aceptar que existe una parte fundamental del ser humano que no es percibida por el ojo humano pero que es básica para la integridad humana. Ese componente energético que escapa a las definiciones de la ciencia pero que hoy en día constituye todo un complicado grupo de enfermedades secundarias a los estados mentales considerados parte de la vida moderna, como lo que llamamos estrés, impaciencia, prisa, inseguridad, intolerancia, irritabilidad, angustia, ansiedad, inquietud, tristeza, y torrentes y torrentes de pensamientos en personas que incluso de manera desesperada le piden al médico “quiero tener paz”. Y no hay medicina que brinde paz. Hoy la vida nos exige la humildad de reconocer que pocas veces nos permitimos recomendar la búsqueda de paz espiritual a nuestros pacientes sin sentir que con ello faltamos severamente a nuestra formación científica.