Pájaro herido

El comunicado en televisión abierta decía que el aislamiento social y la suspensión de actividades económicas, administrativas y comerciales no esenciales, se ampliaría por un periodo de treinta días más; era evidente y hasta predecible, el anuncio no sorprendió absolutamente a nadie, pero a todos nos cayó como un balde de agua helada. En seguida me cuestioné sobre cuáles eran las actividades esenciales y desde el punto de vista de quién.

Hoy me desperté un poco tarde, ya no tengo esa urgencia de llegar a tiempo a mi trabajo o esa sensación de estar retrasado; consecuencia inmediata de realizar una actividad no esencial y del distanciamiento social implementado en todos los niveles de gobierno.

No he avanzado mucho en la revisión de los expedientes que traje para la casa, al menos no sustancialmente; aún no le encuentro el modo al famoso home office, lo bueno es que no tengo que hacer llamadas en videoconferencia; he pensado pero no he hecho ejercicio; no he leído un maldito libro, ni una estúpida historieta; tampoco he visto una serie en Netflix; no he salido a la calle sino cuando ha sido estrictamente necesario, por víveres y a pagar servicios; de mi sala de estar a mi estudio hay veintitrés pasos; no he escrito nada que no sea la lista del supermercado; además, ¿qué se escribe cuando el mundo colapsa? ¿confesiones de último momento? ¿las últimas palabras?

Me ha tomado un poco más de tres semanas masticar la noticia, tragarme el aislamiento, lo cual me resulta un poco extraño porque nunca he sido lo que se dice sociable. Siempre he evitado las multitudes. El silencio por encima del ruido, la música por encima del silencio. La soledad calificada (con premeditación, alevosía y ventaja), por encima de todo.

En estos días quedándome en casa, me he dedicado a lavarme las manos, a hacer limpieza como si sufriera de un padecimiento psicológico; a organizar documentos; a investigar a través de internet en fuentes oficiales y no oficiales (de especialistas y charlatanes), todo tipo de información relativa al virus; la transmisión del mismo, los síntomas; el padecimiento; las medidas de protección y los remedios caseros; las estadísticas sobre el contagio, el número de muertos por entidad y localidad; las repercusiones de la pandemia a nivel nacional e internacional; los efectos laborales y económicos inmediatos, a corto, mediano y largo plazo; las teorías de conspiración detrás del fenómeno.

Me parece que la idea del virus es más dañina que el virus en sí mismo.

No quiero ni pensar en el volumen de trabajo que tendré cuando se reanude la movilidad, pero lo imagino; porque no creo que volvamos a la normalidad. Supongo que cuando regresemos a las calles el problema aún no estará resuelto, ni siquiera parcialmente.

El toque de queda comienza a las ocho de la noche, a lo lejos se escuchan las sirenas.

Últimamente, he contemplado la posibilidad de estar contagiado y mis posibilidades de sobrevivir, derivado de mis vicios y hábitos menos saludables; es decir, el escenario de morir a causa de una complicación generada por el virus; qué hacer o mejor dicho, qué instrucciones dejar a mis hijos; pensar en esto me ha llevado a hacer un análisis personal, no profundo (al menos no por ahora, aún no llego a esa parte del encierro), sobre mis errores y aciertos, mis obligaciones, mis pasivos, mis dependientes económicos. Me acuesto tarde, el insomnio es una consecuencia lógica de los análisis poco profundos.

Un día me levanto, y es martes, pero bien podría ser domingo. Me visto con propiedad, pero sin prisa, de repente lo que me sobra es tiempo, aunque sé que esa también es una ilusión. El tiempo se ha vuelto un tema recurrente, un pensamiento obligado, una idea constante, una broma un tanto ácida y de mal gusto.

Salgo a la calle, con guantes quirúrgicos estériles y cubre bocas; las avenidas lucen igual que siempre, pero más largas y sin gente; me recuerda a ese documental en formato de miniserie que vi en el History Channel sobre “La Tierra sin humanos”; a decir verdad, esperaba ver barricadas; autos volcados; comercios destrozados; incendios en todas partes; la policía reprimiendo actos de vandalismo; la guardia nacional patrullando en las calles; civiles corriendo en todas direcciones; y no esta calma provinciana que inquieta.

En el trabajo nos pidieron un informe de actividades en pleno apocalipsis, ¿qué diablos estarán pensando? ¿de qué sirve un informe en este momento? Supongo que todos tenemos distintas maneras de enfrentar una crisis. Tomé un pañuelo, lo humedecí con una solución a base de alcohol y empecé a limpiar la superficie de mi escritorio, el mouse y mi teclado. Consulto de nuevo en internet, y las cifras de casos positivos se incrementan por cientos de un día a otro, hasta parece que es una mentira; de pronto falleció alguien de la institución en la que laboro, entonces es cierto.

Los días transcurren inciertos y despacio, en una especie de bucle infinito; una noche cansada de viernes; un domingo permanente previo a un lunes feriado; dos cometas volando en el cielo; la rama inerte de un árbol; un pájaro herido.

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