Tribulaciones

Observo el mar de noche, desde la cubierta de un barco que me une al resto del mundo. En tanto, el viento que va y viene acaricia torpemente mi rostro.
Observo el mar de noche, desde la cubierta de un barco que me une al resto del mundo. En tanto, el viento que va y viene acaricia torpemente mi rostro.
Me dirijo a Neptuno,
a una velocidad media de crucero
me tomará alrededor de doce años alcanzar el frío planeta;
tiempo suficiente para editar mis listas de canciones
y terminar mis listas de tareas pendientes;
responder correos electrónicos y mensajes de WhatsApp;
suficiente para analizar mi pasado y mi presente,
guardarlos en una caja,
arrojarla al vacío del espacio
o prenderle fuego;
cerrar ciclos y círculos abiertos,
y resolver de una vez por todas los temas difíciles;
construirme,
deconstruirme,
volver a escribir.
Mi corazón es torpe,
no sabe de moderación ni prudencia,
no se contiene,
dice lo que siente,
no piensa,
no es mi cerebro.
Un hombre no debe tropezar,
si tropieza no debe caer,
si se cae tiene que levantarse;
no debe romperse,
si se rompe tiene que hacerlo
de tal forma que nadie lo note.
Mi mundo empieza en la palma de mi mano,
y comprende todo lo que puedo tocar con la punta de los dedos;
como tu rostro, tu cuerpo, mi taza de café recién servido,
las gotas de lluvia que se deslizan en la ventana,
las superficies donde me quedo dormido, mi almohada,
las cicatrices de las que habla Silvio, la tierra que piso,
y como dijo Rosario: “la corteza rugosa de los árboles…”
que, a diferencia de ella, no acaricio.